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¿Cómo eran las lunas de miel en Mallorca?

Cuándo ir a Sóller en tren era la Luna de Miel.

María Álvarez se casó en 1952. Su familia era de Establiments, y cuando su noviazgo se consolidó le abrieron a ella y a su marido una tienda de comestibles allí, para que tuvieran ingresos y pudieran casarse. Hoy vive en la residencia Fontsana Sóller, y la hemos entrevistado para saber cómo eran las Lunas de Miel de la época.

Lejos de escaparse a la ciudad del amor, París; o a destinos exóticos como el Caribe; muchas jóvenes mallorquinas de los años 50 optaban por viajar a Barcelona o por hacer lo que hoy llamamos “turismo de interior”, pasando una semana en el Monasterio de Lluc.

Sin embargo, las penurias económicas de los recién casados, y sus obligaciones profesionales, no les permitieron seguir la moda del momento, y la casualidad quiso que el lugar elegido para pasar su noche de bodas fuese el pueblo en el que habita hoy: Sóller.

Y es que en aquellos años Sóller destilaba glamour con sus edificios modernistas y su preciosa Gran Vía, repleta de casonas indianas.

Con el sentido del humor que siempre la acompaña, María Álvarez recuerda cómo después de celebrar su boda y hacer el convite en casa de sus suegros, pasó a ver a su abuela, que por su avanzada edad no había podido acudir al enlace.

Tras ello, se desplazó a Palma con su marido y cogieron el tren de Sóller, que era visto como una auténtica modernidad. El trayecto le pareció un viaje inolvidable a través de las entrañas de la isla.

No recuerda el nombre de la pensión que eligieron para alojarse, pero sí que estaba en la todavía hoy famosa calle de La Luna, que sigue siendo un auténtico lugar de peregrinaje para todos los que visitan Sóller.

A diferencia de la semana o quince días que hoy duran las Lunas de Miel, en aquella época eran mucho más cortas. Y así fue la de María Álvarez, que tras pernoctar en la pensión de Sóller, tuvo que madrugar para coger el tren de vuelta que salía a las 7:00 de la mañana, con el fin de llegar a tiempo para abrir su negocio.

Una anécdota que evoca con su sonrisa eterna, junto a otros divertidos recuerdos como que se le rompieron los zapatos de salir cuando fue a ver a su abuela, y tuvo que comprarse rápidamente unas espardenyes; y que llegó a la iglesia a pie, feliz, y enfundada en un precioso vestido de novias con cola larguísima.

Lo que no había previsto es que a su vecina se le ocurriría regar, y que ella tendría que pasar por encima para ir en busca de su amado, llegando al sí quiero llena de barro.